Acabar bien

26 marzo 2013

Hoy, en la comida, mis hijos comentaban algunos de los tremebundos argumentos que desarrolla Jacqueline Wilson, una de sus escritoras favoritas, en sus novelas para niños y jóvenes. Padres divorciados varias veces, progenitores que se marchan de vacaciones con el amante de turno dejando a los niños solos al cuidado de un hermano o hermana de catorce años, chavalines que deben enfrentarse solos a un accidente o una agresión, adultos con niños a su cargo que se emborrachan hasta la inconsciencia… y otras situaciones familiares y sociales que, aunque no pongo en duda que se den en la realidad, por su frecuencia rozan lo inverosímil.

Les pregunto: “¿y por qué os gustan esos libros?”  Se encogen de hombros: Molan”.

Ante mi expresión, y quizás en un intento de justificarse, añaden: “Pero muchas acaban bien”.

Acabar bien. Esa respuesta me hace recordar una frase de la reseña de El rostro de la sombra que hizo en su momento una bloguera: “estoy acostumbrada a leer historias sobre personajes torpes y egoístas que al final se enderezan y se convierten en personas decentes”. Y en un comentario a esa reseña, alguien remataba: “se echa de menos un final donde quede todo bien definido”. ¿Es eso “acabar bien”?

Venga, sin miedo. ¿»Acabar bien» es que “los malos” se rehabiliten y que el amor triunfe? ¿Es acabar bien que todo desemboque en un “deber ser” bien visto socialmente? Me temo que “acabar bien” es entonces sinónimo de una resolución que no nos produzca desasosiego, que no nos perturbe, que no nos entristezca, que no nos haga plantearnos cosas que hagan tambalearse nuestra cómoda cotidianidad.

Así que intento explicar a mis hijos que la vida, a veces, no acaba bien. Intento hacerles ver que quizá tenemos un concepto equivocado de qué es acabar bien, tanto en las novelas como en la vida. Me gustaría que entendieran que “acabar bien” no es siempre que los acontecimientos se desenvuelvan como uno quiere, como a uno le gustaría o como uno cree que es justo. Que a veces “acabar bien” puede ser, simplemente, saber que, ocurra lo que ocurra, uno ha sido fiel a si mismo y al sentido o sentidos que haya querido darle a su vida. Les pongo un ejemplo: La historia de Iqbal. En este caso, tanto la realidad como la novela “acaban mal” en el sentido convencional del término. Iqbal, un chaval honesto y decidido de muy pocos años, muere asesinado y “los malos” quedan, probablemente, impunes. Pero en otro sentido, la historia de Iqbal acaba bien, porque nada consigue que el protagonista se aparte de lo que considera su prioridad: destapar la injusticia, cueste lo que cueste.

Claro está que mis hijos tienen once años. Y, en su mirada de niños que empiezan a no serlo, intuyo que el “acabar bien” normalizado al que ellos se referían cumple una función: aplacar la ansiedad que pueden generar las historias leídas. Quiero creer que esa ansiedad, aunque calmada, ya lleva en sí misma la semilla de una inconformidad constructiva.

Al final, me quedo pensando que quizá todos necesitamos, de vez en cuando, una historia que “acabe bien” en el sentido clásico, aunque solo sea para seguir creyendo que es posible.

6 respuestas hasta “Acabar bien”

  1. Alba said

    Me parece que soy esa bloguera, jejeje.

    Echando la vista atrás, creo que fue el tono tan duro de la novela el que me hizo reaccionar. Pero, siendo justos, ésta no hacía más que retratar la vida misma, como dices.

    La cuestión es que la vida nos regala tantos malos finales que supongo que por eso en los libros buscamos los buenos, los bonitos, los de cuentos de hadas :).

    A mí me gusta cuando una historia me remueve cosas por dentro, pero la disfruto más cuando el desenlace me deja respirar tranquila; a otros lectores no, otros necesitan caña hasta en los títulos de crédito. El hecho de que cada uno sea tan diferente es lo maravilloso de leer.

    ¡Un beso!

  2. Begoña R. said

    Me parece muy comprensible la necesidad de alivio de muchos lectores al finalizar una novela (y más, si se trata de niños o adolescentes).

    Sin embargo, estoy contigo cuando afirmas que «acabar bien» no tiene por qué ajustarse siempre a lo que el lector desea: opino que la literatura es reflejo de la vida, y esta en muchas ocasiones no se ajusta a nuestras anhelos e ilusiones. Por ello, tratar la injusticia, la muerte, la soledad, el sentimiento de vacío y tantos otros aspectos de la vida que despierten desasosiego me parece fundamental.

    A través de estos libros, los lectores más jóvenes disponen de la oportunidad de encontrarse ante situaciones difíciles que pueden presentárseles en la vida real, lo cual puede impulsarlos a reflexionar y a encontrar recursos para canalizar las emociones que pueden aflorarles; si ya han vivido esas experiencias, ver a otros personajes en una situación parecida puede ayudarles a comprender mejor sus propios sentimientos y, quizá también, a encontrar maneras de canalizar aquellos que han quedado pendientes de elaboración.

    Como sabemos los adultos, la vida (por muy apasionante que sea) no es fácil, y, aunque creo absolutamente lógico un deseo de «final feliz» en las novelas, aquellas que nos dejan una sensación de desasosiego final pueden ser (a mi entender) las que precisamente continúen rondándonos en la cabeza (y el corazón) para ayudarnos en el camino que nos queda por delante.

    Un abrazo.

  3. Rusta said

    Estoy muy de acuerdo con tu forma de ver el tema. No creo que todas las historias tengan que «acabar bien» en el sentido de «y fueron felices y comieron perdices»; de hecho, en según qué historias ese tipo de desenlaces pueden llegar a ser una tomadura de pelo. Yo veo la literatura como algo fiel a la realidad, que a veces acaba bien y a veces no. No pienso que la literatura tenga que ser un «consuelo» para creer que los finales felices son posibles, aunque entiendo que en ciertos momentos está bien leer novelas de este tipo precisamente para evadirnos de la realidad. En cualquier caso, mis finales ideales son los que llamo «agridulces», porque no caen ni en lo excesivamente idealizado ni en la tragedia.

    ¡Un abrazo!

  4. Creo que todos necesitamos historias con finales felices, no demasiado edulcorados., por supuesto. La vida ya nos enseña que no siempre son posibles y una película o un libro que no nos dé esperanza, un poco al menos, nos decepciona. Eso es lo que solemos buscar muchas veces en la literatura, algo de salvación.

  5. Laura said

    Yo no creo que la literatura tenga ser fiel a la realidad. Creo que la literatura es una cara de la realidad en cuyos ojos podemos ver muchos aspectos de la realidad, pero sin dejar de serlo. Me resisto a esa noción fatalista de que si una historia no termina en tragedia es un «cuento de hadas» que no es «realista» y que no «enseña» a los niños lo que «debe» enseñarles: o sea, que este es un valle de lágrimas, solo eso, y que será mejor que lo aprendan «ahora» antes de que se desilusionen. Esa forma de ver la vida tan amarga no es más que una arista más de una ideología fatalista, pesimista, no necesariamente «realista».

    La realidad combina muchas facetas y en honor a la verdad, la mayor parte del tiempo esas facetas son aburridas, rutinarias, secuenciales. Si uno quisiera contar una historia auténticamente realista, contaría un día a día que se sucede salpicado de pequeños incidentes, con alguno que otro accidente menor, y un buenas noches al final no necesariamente dramático. Sería un largo bostezo. Por eso, lo que nos gusta de la realidad para integrar historias es aquello que mueve, que apasiona, que revuelve. Y eso puede ser trágico o cómico, puede ser hermoso (en sentido especial) o feo (en sentido también especial). Y la historia que contemos debe acabar bien desde un sentido coherente: si ese «bien» coincide con la historia, si tiene sentido, si es comprensible. Ahí es cuando el lector puede sentirse satisfecho. Una historia que va contando las hazañas de un héroe que todo lo hace bien, y a quien todo le sale bien, y que muere trágicamente en el capítulo final, NO es una historia que acabe «realista»: es una tomadura de pelo. Es la inversa de esos culebrones baratos que cuentan tragedia tras tragedia y de pronto, casi como por arte de magia, en el último tramo del último capítulo el malo se arrepiente o es destruido y la buena se queda con el bueno. Tomaduras de pelo.

    ¿Qué importa si a los chicos les gustan historias donde al final se pueden creer que las cosas pueden salir bien? ¿Lo importante no es más bien el camino: que durante ese andar pensaron, meditaron, se preocuparon y se cuestionaron? ¿Y qué pasará cuando sean adultos y se den cuenta de que a veces las cosas salen mal, pero a veces también salen BIEN? ¿Que tenían derecho a creer que siempre existe la posibilidad? ¿O preferimos niños amargados antes de empezar el viaje solitario de sus vidas adultas?

    Por eso me gustan los clásicos. Hacen pensar a los niños, pero mantienen intacta la ilusión del cambio, de la lucha, y de la imaginación.

  6. Imagino que la clave no es que acabe bien o mal, sino que los héroes se ganen que acabe bien o mal. No me importa que haya perdices al final, siempre y cuando los protagonistas hayan tenido que pasar por un infierno para lograr su final feliz. Asimismo, si veo que la conclusión inevitable de la historia era un final trágico, pues bienvenido sea. Eso sí: si veo que han adquirido la felicidad por pura chiripa, o si veo que el final trágico está metido porque el autor piensa que los finales felices son «irreales»… Mala cosa. Ver más en http://tvtropes.org/pmwiki/pmwiki.php/Main/TrueArtIsAngsty y en http://tvtropes.org/pmwiki/pmwiki.php/Quotes/EarnYourHappyEnding «Un cuento de hadas es grande no porque nos cuente que los dragones existen, sino porque nos cuenta que los dragones se pueden derrotar». Así es como lo veo yo, vamos.

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